Daniel Lanza
La estancia, ya opaca, revuelta de
papeles sueltos, notas desordenadas y atestada de libros de ciencia fundía su
atmósfera cetrina con el huraño personaje de vasta barba desordenada, para
quien no existía el tiempo ni el cansancio mientras trabajaba, más sus energías
se agotaban y el sueño lo sustrajo de la concentración perpetua en ordenar las
fichas escritas con los elementos químicos que tenía sobre la mesa; pero su
empeño era tan magno que mientras su cuerpo se desvanecía su inconsciente continuaba
buscando la respuesta, el patrón subyacente que permitiera el orden de todos
los elementos descubiertos para la época
.
Pronto Mendeléiv resurgiría
del sueño que le reveló el orden buscado. En 1869, publicaría su obra más famosa:
“Principios de química”, donde presentaba su tabla periódica, demostrando,
mejor que todos los investigadores que lo habían intentado antes, que las
propiedades de los elementos químicos pueden representarse a través de las
funciones periódicas de sus pesos atómicos.
Por esto dejaría su nombre
sellado para la posteridad, y por este logro es recordado en Occidente; sin
embargo, pocos saben en esta parte del mundo que Mendeléiv poseía las
cualidades de los genios renacentistas.
Su contribución al desarrollo de
Rusia es inmenso. Fue uno de los grandes maestros de su tiempo. Presentó
numerosos trabajos a lo largo de su vida en diversos campos de la ciencia como la
química, agricultura, ganadería, petróleo, industria, aeronáutica y economía.
Fue defensor de la ciencia aplicada y de los estudios para mejorar la
producción industrial en diversos ámbitos. Su huella en el campo de la ciencia
será imborrable.
Pero, más que hablarles de la
genialidad y las contribuciones de Mendeléiv al mundo de la ciencia, quiero
confesarles que mientras leía su biografía, un pequeño párrafo introductorio
del texto llamó mi atención; eran unas líneas aisladas que sólo servían para
contextualizar la vida del genio, un dato ligero de olvidar ante la biografía
de este ruso descollante y de personalidad imponente, era un pedacito de texto que
no tenía negrillas, que no estaba en cursivas ni rodeado de comillas, eran unas
líneas simples, insignificantes y subordinadas ante las letras grandes y
poderosas que hablaban de la obra de Mendeléiv; sin embargo, esas pequeñas
letras no dejaban de llevarme a ellas una y otra vez durante la lectura. Esos
dos párrafos hablaban de la fuerza implacable que hizo posible que Dimitri
desarrollara todo su potencial. La férrea voluntad, la determinación, el compromiso,
la claridad, el amor y sobre todo el enorme sacrificio que hizo su madre María Dímitrievna Kornilieva (ahora sí en negrillas), para brindarle la oportunidad
de estudiar a su hijo. Si detrás de este genio estaba una gran mujer, esa fue
su madre.
La infancia de Dimitri estuvo
marcada por la fatalidad. Era el último hijo de una familia de 17 hermanos. Su
padre perdió la vista cuando Mendeléiv era un bebé, y se retiró de su trabajo
de director de escuela con una escasa pensión. María tomó entonces las riendas
de la familia regentando sin mucho éxito la vieja fábrica de vidrio que había
fundado su abuelo.
Mendeléiv se graduó a los 15 años,
dos años después de la muerte de su padre, en el Instituto de Tobolsk. Allí fue
un estudiante aventajado en ciencias, historia y geografía; pero sin mucho
éxito con el latín, el griego y la teología.
Su madre María tuvo una
influencia decisiva en su hijo, era su preferido y tenía plena confianza en su potencial.
Cuando la fábrica de vidrio se incendió y perdieron la fuente de ingreso
familiar, ella decidió tomar sus ahorros para invertirlos en la educación de
Dimitri en lugar de reconstruir la fábrica.
Con sus hijos mayores independizados,
María, con sus pocos recursos y su salud menguada, en el verano de 1849, tomó a
los pequeños Dimitri y Lisa y salió de Tobolsk rumbo a Moscú, en un largo
recorrido de 2000 kilómetros. Solicitó cupo para su hijo en la Universidad de Moscú,
pero por su origen siberiano fue rechazado. Luego la familia optó por San Petersburgo.
En la universidad de esa ciudad también fue rechazado. Todas las puertas
parecían cerrarse para el joven siberiano; pero María insistió con un viejo
amigo del padre de Dimitri que era director del Instituto Pedagógico de Moscú y
logró ingresarlo en ese Instituto en 1850. A partir de entonces, Mendeléiv
demostraría su genio y su capacidad de trabajo al mundo académico que lo había rechazado,
convirtiéndose en la figura eminente que hoy conoce el mundo.
María lo había logrado, su hijo
ahora estaba en la Universidad, el resto lo haría Dimitri; sin embargo, el cruel
destino y los sacrificios de vida no le permitieron seguir la carrera de su
adorado hijo. Pocos meses después del ingreso de Dimitri al Instituto, su madre
moría de agotamiento físico y tuberculosis.
En uno de sus libros Mendeléiv
le dejaría a su madre esta dedicatoria:
“Esta
investigación está dedicada a la memoria de una madre por su hijo menor. Ella
lo educó por sus propios medios mientras dirigía una fábrica. Lo instruyó con
el ejemplo, lo corrigió con amor, y para hacer que se dedicará a la ciencia
dejó Siberia con él gastando sus últimos recursos y fuerzas. Mientras moría,
Ella dijo: ‘refrena las quimeras, insiste en el trabajo y no en las palabras, busca
pacientemente las verdades científicas y divinas’. Dimitri Mendeléiv considera
sagradas las palabras de su madre moribunda”.
Y de esta manera Dimitri cumplió el
deseo de su madre y le legó a toda la humanidad su mejor obra, ahora actualizada:
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