Ella duerme, sólo
duerme y parece estar sin vida. Posee un cuerpo hermoso. En este momento no
habla, no mira, tan sólo respira modestamente como un inofensivo ser diminuto.
Aparto la sábana que le cubre el dorso y miro yacer su desnudez inerme. Así,
despojada, aparenta una sinceridad visceral, sus labios cerrados, su
pensamiento reposa, de su boca ya no salen los criterios razonados acerca del
rumbo de la nueva sociedad: “La hegemonía patriarcal es una mierda”. Su rostro
tiene un viso placentero, es el mismo que asume cuando piensa que yo soy un
pobre muchacho con inteligencia doméstica. Cuando lo hace, tuerce su carnosa y
apetecible abertura latina y asoma una mirada urticante que debería irritarme.
Tiene una forma peculiar de discutir mis ideas: “Estás preso, Rafael! ¿No te
das cuenta? Tú permaneces encerrado en una penosa conciencia hermética, esa que
el patriarcado capitalista consideró conveniente construir e imponérsela
sutilmente a todos ustedes”. Entonces sonríe con su rictus soberbio y fuma un
cigarrillo.
Ella piensa que me
ha hostigado, que me tiene acorralado apenas con sus dos consignas asomadas
como la punta del iceberg de su
erudición; pero el juego es más complejo, yo no soy un contrincante tan fácil.
Conozco sus armas y como apuntan. Debo reconocer su vasta cultura política, por
eso mi artillería se orienta desde otro estadio. La dejo embelesarse entre sus
palabras y su idea de estarme haciendo pedazos, luego le digo indiferente:
—Mónica, admiro tu inteligencia libresca, pero quisiera que alguna vez
afloraras una idea propia.
De esa manera
desmorono su sobriedad y empiezan los golpes bajos.
—Qué saben ustedes
de gobernar un pueblo! ¡Miren lo que han hecho con el país, lo usurparon, lo
vejaron, y sometieron al pueblo a la más humillante miseria!
Esto lo dijo después que hicimos el amor.
Estaba desnuda, sentada en la cama y mientras hablaba yo tejía sueños extraños
sobres sus senos firmes y redondos. No le prestaba atención porque ya conocía
ese discurso; en su lugar, me preguntaba qué había detrás de su belleza altiva,
qué escondía su rostro soberbio con rasgos italianos, qué refugiaba su piel de
doncella pictórica sobre la que mis ojos dejaban el deseo implacable de
subyugar, de someter bajo la fuerza primitiva de mi anhelo sexual.
Me sacó de mi
letargo cuando dijo: —Y tú eres un pobre concejal que se desnaturaliza a sí
mismo para poder engañar a la ilusa gente que te eligió.
Sorprendido ante ese ataque inesperado, no
pude reaccionar con mis sarcasmos habituales, y me dejé llevar hasta su
terreno.
— ¿A qué te
refieres?
—Me refiero a que
tu trabajo no responde a la realidad. ¿No te has preguntado, Rafael, dónde está
el sentido de lo que haces, el objetivo fundamental que buscas? Seguro que no,
porque crees que toda acción debe ser
pragmática, y por eso navegas en medias verdades. Como concejal actúas de acuerdo a tu pobre realidad superficial,
por lo tanto tú y tus obras son triviales.
—Me recuerdas a
Jean Fouquet retratando al bufón de la corte Ferrara Gonella, el cual soy yo
por cómo me describes —dije un poco
irónico.
—Rafael —continuó con mucha seriedad— ustedes gobiernan bajo el signo de la
inmediatez y la tradición. Tu gobierno se va a pasar la vida creando leyes,
instituciones, nuevas estructuras organizativas para mantener su hegemonía;
pero igual terminarán consumidas en la crisis sin ningún resultado, a no ser el
del crecimiento de los males de la nación. Tienes que entender que lo que está
podrido es el sistema capitalista patriarcal, deberías asumirlo.
Ya estaba en su
estadio y tenía que seguir jugando su béisbol, por eso le contradije con la
pujanza que reservo para mis contrincantes:
— ¡Y supongo que
ustedes las femi-comunistas, con su bodrio ideológico ininteligible, son las
únicas que tienen una acertada visión de esta podrida realidad! ¡Esto, Mónica,
sí que es novedoso! Creo con honestidad y lástima que debes superar esa vieja y
patética fiebre beauveriana.
No reaccionó con
refutaciones violentas como yo esperaba, sólo sonrió con su visaje urticante y
presumido. Entonces sentí que había puesto dos corredores en las almohadillas y
sin ningún out. No dijo nada, calló,
fumó y me miró arrogante, presintiendo que yo le leía la mente, como en efecto
me pareció. Sentí que pensaba en la última conversación de sobremesa que
sostuvimos, entre uno y otro bocado de pasta con salsa y queso rallado que
engullía su boca granate, decía:
— ¿Cómo pueden ustedes proponer al neoliberalismo como una posibilidad autóctona de desarrollo? Eso resulta ser una inocentada latina. La alternativa neoliberal para los países del sur, no anuncia otra cosa que el fracaso de su adorado friedmanismo.
Pero aquí está,
tendida sobre mi cama, la cama de un concejal derechista, y populista como me
atribuye. La contemplo y me veo obligado a recordar los versos de su camarada
Neruda: “... Parece que los ojos se te
hubieran volado / y parece que un beso te cerrara la boca”.
Y más allá del
lirismo, la miro debatir, imponerse y conducir su grupo político. Es ella la
que enardece las masas ñángaras en la universidad con su verbo elocuente y su
templado espíritu revolucionario: “La beligerancia de nuestras medidas es el
único medio con el cual lograremos el ápice de comunicación con los nuevos
saqueadores del Estado. La candela y la piedra son las frases persuasivas con
las cuales debemos sentarnos en la mesa de negociación”.
Todo me obliga a
pensar en el cómo y porqué de esta relación; pero es inútil buscar respuestas,
a no ser que las atribuya a razones metafísicas como la reencarnación o algo
equivalente. Empezamos siendo fieros rivales en la palestra estudiantil, hasta
que nos vimos cara a cara en la clase de psicología, donde las barreras
magnéticas cambiaron su polaridad cuando nos tocó analizar juntos a Jean
Piaget. Fue oportuno este análisis, porque nos permitió asimilar y acomodar
mutuamente los esquemas antes repulsivos de nuestras personas e ideas.
Una tarde en mi
residencia, estudiábamos el periodo pre-operacional del desarrollo cognitivo.
Le dije, sin ánimos de halagarla, que era una de las mejores compañeras con las
cuales me había correspondido hacer un trabajo. Ella me refutó lo de
“compañera” y me dijo que, mejor utilizara el calificativo “camarada”; fue la
primera vez que reímos juntos, yo aproveché esa bajada de guardia para penetrar
sus barreras ideológicas y conocer a la mujer, a la hembra, comedida, pero
interesante que yacía tras el marxismo y feminismo juvenil. Era el momento
apropiado para ofrecerle elegantemente que debíamos brindar por esa sonrisa que
marcaba una tregua en la batalla de nuestros criterios. Ella de nuevo me refutó
y dijo:
—Hasta en la semiótica nos contradecimos, yo
no consideraría esta risa como una tregua, sino como una pausa; porque lo de
tregua anuncia un momento de paz y entendimiento, que no creo puede haber entre
nosotros; en su lugar, la pausa expone un descanso, un instante de sosiego que
destaca la virtualidad y la presencia de la guerra en pie. Sin embargo, creo
que el brindis sería apropiado —agregó
después.
— ¡Carajo! —Pensé— A esta potra hay
que montarla con mucho tacto, porque todo su lomo está lleno de espinas.
Mi cantina se
limitaba a un poco más de media botella de ron añejo, que duró hasta ese día.
El licor hizo su magia a la hora de socializar. Trago tras trago nos dejamos
llevar por los senderos de la conversación, y fuimos pasando de uno a otro tema
como si estuviésemos en un gran edificio caminando por varias y distintas
galerías. De Jean Piaget abordamos a Jung, pasamos por Freud y cruzamos hacia
los linderos de la demencia y el arte. Seguimos nuestro camino a la cultura
griega, nos topamos con Esquilo y continuamos para las tribus aborígenes, en el
umbral del Estado y su evolución a partir de las jefaturas. Interrumpí para
comprar unas cervezas en lugar de la botella escurrida. Cuando volví a
sentarme, ella permanecía en las tribus aborígenes; pero ya no en el origen del
Estado, había cruzado la choza y penetrado en la intimidad de los negros
africanos. Me comentó que en las tribus antiguas, si dos hombres hermanos eran
casados con mujeres hermanas, cualquiera de ellos tenía derecho sobre la mujer
del otro; pero sólo cuando su hermano no estaba en casa. Su comentario me
ayudó, y pensé: “¡Vaya! La fiera feminista dio indicios de tener vagina”.
Entonces llevé nuestra tertulia al territorio fálico y vaginal, era un tema
nada mal para una pareja de estudiantes con unos tragos encima, solos en una residencia íntima y acogedora, a
las seis de la tarde, con la oscuridad amenazando con entrar por la ventana y
raptamos del bullicio de la avenida donde los motores rasgaban el aire y la gente caminaba
apresurada rumbo a sus casas. Así nos fuimos alejando de las asambleas
estudiantiles, de los resabios de Carlos Marx, de Adam Smith, y de su Simone de
Beauvior, de las fogosidades políticas y los enfrentamientos tumultuosos. Nos
quedamos solos, un hombre y una mujer con los instintos despiertos, cruzándonos
miradas humanas, miradas de Mónica y miradas mías, sin otra cosa que nuestros
cuerpos en piel y almas descubiertas.
Le comenté que en
la Edad Media los esposos usaban unas batas que le cubría todo el cuerpo, con
un orificio a la altura de los genitales para que durante el coito no hubiera
ningún contacto con la piel, y agregué:
—No me imaginaría
a nosotros dos cometiendo tal ridiculez.
Había dicho algo atrevido, lo sabía, y lo dije
con toda intención para probar lo que había en la sangre de Mónica. No hubo refutación alguna para mi última
frase, sólo una expresión rígida en su cuerpo y un gesto ardiente en su rostro
itálico, como el de una sacerdotisa prostituta de los templos de Vesta. Sus
párpados cayeron y sus finos labios granates hicieron una abertura en exceso
sugestiva. Mi sangre empezó a explotar. Ella notó lo que pasaba y sus ojos
siguieron la erección de mi pene. Volvió
a levantar la vista y entendí por su visaje que sus paredes vaginales empezaban
a lubricarse. Entonces estiró sus extremidades cautelosamente como si estuviera
saliendo de un rigor mortis. Sin más palabras me acerqué hasta sentir su
respiración. Entre besos, mordidas, aruños y un poco de sangre en la espalda,
nos quitamos los jeans, las franelas
y la ropa interior. Ella se tendió, abrió sus piernas y la penetré suave y
cálidamente.
Han pasado tres
años de aquel coito de iniciación, tres años en los que hemos sobrevivido a las
increpaciones de nuestros partidos, y peor aún, a las de nuestras radicales
fuentes de pensamientos antagónicos. Somos amantes y nos creemos enamorados;
sin embargo, no nos atrevemos a razonar sobre el sentimiento que nos une,
porque en el fondo sabemos que es algo diferente al amor. Estamos juntos,
unidos, pero no lo hacemos por romance, entre nosotros hay otra cosa. Lo
entiendo como un deseo mutuo de doblegarnos, de enfrentarse cotidianamente al
enemigo. Es una necesidad inconsciente de tocar, de fundir, de morder y tragar
la piel, la lengua, la saliva, el sudor y el semen que se produce en ese
individuo que puede matarnos, ese al que se le facilitaría la vida si el otro
no existiese. No es más que el encontrarse con nuestra antítesis y observarla
día a día, noche a noche, escrutando sus movimientos, su formación, su proceso
evolutivo, en espera de un momento de indefensión, un descuido necio para
enterrar un estilete por la espalda y ver correr la sangre de nuestra victoria.
Ahora Mónica está
inerme, desatando en mí la ambivalencia entre el odio y el amor. Podría matarla
o quizás, despertarla y hacerle el amor, con Mónica todo tendrá siempre su
apuesto, siempre habrá contradicciones. Escucho sus arengas sedicentes y por
otro lado oigo la melodía de los versos de Neruda: “Me gustas cuando callas y estás como distante, / y estás como
quejándote, mariposa en arrullo / y me oyes desde lejos y mi voz no te alcanza
/ déjame que me calle con el silencio tuyo”.
Miro su espalda y
me deslizo en el tobogán de su espina dorsal, acaricio la turgencia de sus
nalgas de leche, suaves, muy suaves y seguras de resistir los estragos del tiempo.
Al separarlas dócilmente me detengo en ese orificio rugoso y salobre, es el ano
de Mónica Freites, la dirigente regional del PCV. Es el ano que acaricio, el
orificio por donde sale su excremento, los deshechos fecales de la
femi-comunista radical y hermosa que enardece las masas en contra mía y de los
míos. Vigilo su entrepierna, aparto sus suculentos labios vaginales, toco su
clítoris, y me traiciona eso que parece amor, sé que no podría estar sin ella.
La atrapo, la observo y me pregunto: ¿Qué hay detrás de su piel? Están sus
intestinos, su estómago, sus jugos gástricos, sus pulmones manchados de
nicotina, tal vez una célula cancerosa se esté formando en uno de sus órganos.
¿Serán comunistas sus tripas y sus parásitos? ¿Tendrá aspecto itálico su hígado?
Amaré y odiaré yo a sus pulmones? Se
mueve, sonríe dormida. ¿Qué estará soñando? Quizá que soy yo quien duerme y
ella me observa.
La luz golpea la
ventana. Otra mañana se pone sus herraduras y sale a galopar con la rutina. La
gente empieza a nacer, la tecnología extranjera se levanta en las avenidas,
ruidosa y contaminando el ambiente con monóxido de carbono. Afuera me esperan,
alguien siempre me espera, el país está endémico y los pobres ancianos arrugan
sus recetas esperando al concejal. Allá afuera nace la nación, los infelices,
los empresarios, los demócratas, los comunistas y feministas, todos están
surgiendo de un descanso, de una pausa como diría Mónica. Y ella, tendida y
ausente.
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