A esa hora se morían las gentes. Ni
siquiera una lánguida alma daba indicios de vida en las sofocadas calles del
pueblo a mediodía. El sol se reflejaba sin compasión en el paisaje de cemento
áspero, bloques y ladrillos rojos. Se apreciaba un habitad deprimente de seres
que sobrevivían a los avatares de un sistema oxidado y moribundo. El polvo, la
basura, la tierra, el calor, brindaban a cualquier infeliz un efímero aíre de
triunfo cuando vestía cualquier ropa nueva y barata. Una mestiza pintarrajeada
demarcaba un rictus ridículo, estimulado por los cómodos asientos de la
tecnología americana, dispuesta en una Cherokee último modelo propiedad de un
exitoso comerciante.
En la calle Juncal, donde el polvo sucio
era más soportable, contrariando al sol de pegotes y sudor constante, se
levantaba con relevancia irónica la casa de la hermosa Josefa de Rodríguez,
lindada de ambos lados por insignificantes casuchas adefésicas que parecían
limpiabotas arrodillados ante un cliente millonario.
Desde hacía quince minutos, Esteban López, un
joven de 20 años, pobre diablo y desdichado, uno más entre tantos vagos del
pueblo, había estado parado frente a la casa de Josefa de Rodríguez escuchando,
desde un lejano e improbable tiempo, el sonido uniforme y seco de un extraño
péndulo que se sostenía de un antiguo
reloj. El sonido incesante penetraba en su cabeza y sentía que la sangre
reventaba en sus sienes, causándole una dolorosa y abominable jaqueca. Miraba
cada detalle de la mampostería moderna. Se desvanecía entre los pilares cilíndricos
del porche y el rutilante enrejado de aluminio que separaba con un prodigio
inadvertido a dos vidas biológicamente parecidas; pero socialmente distantes,
entre las cuales surgía una estrecha cadena, misteriosa e inefable, que ataba
en ambos lados a esos dos seres desconocidos; pero condenados inevitablemente.
El sol estaba en medio del cielo. Un sudor
pastoso cubría el cuerpo de Esteban, quien no podía dejar de pensar en esa
mujer distante y fríamente hermosa que minutos antes había encontrado en el
recodo de la calle Juncal y Santa Rosalía. No había un alma en el pueblo y de
la nada, en un instante brusco, al doblar la esquina, Esteban encontró ante sí
a una belleza petrificada. El viento soplaba fuerte, levantando el polvo de la
calle y chicoteando la corta y ancha bata negra, casi transparente que se
sostenía de delgadísimas tiras que descansaban en los contorneados, tersos y
blancos hombros de Josefa de Rodríguez. Su belleza era mágica; pero de una
magia negra y cautivante. Su delgada figura podía detallarse al trasluz de la
tela casi transparente. El aún no salía de su vértigo y mantenía la piel de su
espalda erizada. Miró aquel rostro fino de líneas fuertes, inmóvil, que
contrastaba con la cabellera de negro intenso que parecía volar con el viento
como en una danza nocturna. En sus ojos, tan negros como sus pestañas largas,
se miró él. Allí adentro, atrapado, doblemente prisionero en una cárcel gemela
de cristal oscuro, y desde ahí, en ese umbral ajeno, observó la existencia de
esa sobre cautivante mujer, perturbada por una vida ostentosa y estéril,
adornada de joyas y comodidades
agobiantes, asqueada de una bola de carne vieja sobre su cuerpo. Observó noches
de soledad y de fuego entre imágenes fálicas. Una bestia feroz en celo,
desnuda, gritando del placer producido por sus propias manos en una habitación solitaria de cortinas
rojas, desenfreno y locura.
Ella
se detuvo. Dio la espalda y caminó de regreso. Luego volteó y lo miró de
soslayo, incitante. El siguió con la vista fija y perdida la andanza de Josefa
entre el viento polvoriento y las calles derruidas. Le pareció una diosa sin
igual, bella y perversa. Caminaba rutilante entre la mugre, como un monstruo
furtivo que arruina todo a su alrededor para embellecerse a sí mismo, pero por
dentro lleva toda la podredumbre de lo que ha arruinado. La observó entrar en
la ostentosa casa de mampostería flamante. Reaccionó. Por un instante se
preguntó: “¿Qué hacía ahí?” Parado, inerte ante esa casa extravagante. Pero, un
fuego animal lo consumía, lo impulsaba, lo llamaba.
Se acercó a la casa. Abrió la puerta del
pórtico y penetró en ella. Luego abrió la puerta principal. Estaba nervioso;
pero no era temor ni angustia; más bien, era el éxtasis de un clímax deseado.
Ante él estaba un corredor con habitaciones de ambos lados. Todo era lujoso, el
piso estaba cubierto de una baldosa roja y pulida. En las paredes colgaban, en
costosas monturas, cuadros de diferentes hombres de épocas pasadas. El pasillo
terminaba en un doble recodo y abría espacio a un gran salón, sin muebles, de losetas
y cortinas púrpuras. Esteban sintió nuevamente el fuerte sonido uniforme y seco
del péndulo. Pero, esta vez no estaba dentro de su cabeza. Ante su mirada, al
final del salón, estaba colgado en lo alto de la pared un antiguo y gigantesco reloj
con relieves artesanales y un gran péndulo que se movía de un lado a otro
emitiendo el pedante sonido. Abajo del reloj, desde dentro de las cortinas,
salía el cuerpo desnudo de Josefa. Nuevamente la comparó con una diosa profana.
Diosa de placer y de pecado. Consagración de una beldad de tinieblas. Era
extremadamente hermosa.
— ¿Quién eres?_ Preguntó él, sin importarle
la respuesta.
—Calla y ven, muchacho —contestó ella.
Él se acercó mirando cada línea de su busto
dócil. Su mano trémula tocó su mejilla y luego se deslizó hipnotizada por la
suave piel de la dama extraña. Mientras, el péndulo se agitaba acompasado con
la pasión del hombre y la mujer que se tendían en el piso.
Afuera, en la calle Juncal, una mestiza
bajaba de una Cherokee último modelo. El vehículo continuó y se detuvo frente a
la casa de Josefa de Rodríguez. En la sangre de Esteban y su deidad hacía
erupción un volcán de placer. Los gemidos se escuchaban en toda la casa,
acompañando al péndulo en una música lúgubre, de ritos, de adoraciones, de
fetiches. Una bola de carne vieja bajó del vehículo, era Roberto Rodríguez.
Entró a su casa. Sus pasos anunciaron su presencia; pero las fieras
desenfrenadas no separaron sus cuerpos y continuaron poseídos por una lujuria
escatológica. El péndulo se agitaba fuera de control. El clímax había llegado.
Un rugido de fieras. ¡Un disparo!.. Silencio absoluto. El tiempo se detuvo. El
cuerpo desnudo de Esteban quedó tendido, ensangrentado, con la boca y los ojos
abiertos, bajo el péndulo inmóvil que yacía sobre él.
En la calle Juncal, la mestiza
pintarrajeada se reía a carcajadas en medio del viento polvoriento, haciendo
ecos entre el cemento áspero, bloques y ladrillos rojos.
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