Juan José Ontiveros.
Sí, dirías que padece algún tipo de
enfermedad, que no rige bien. Salta a la vista. Es un descreído. Son esas risas
afónicas, esos brazos en jarra. Aunque es puramente mental, ya que puede trepar
un cocotero. Flaco, de mirada penetrante, parte en dos varios de esos frutos
que acaba de recoger. La playa, atestada de marineros, es un plató envidiable;
y allí está ese tipo ligeramente encorvado, que ahora simula penetrar a una
figura de arena con formas y atributos de mujer. Todo está húmedo, lo cual
establece una especie de paradoja en torno a las ruinas de la civilización. La
Segunda Guerra Mundial se encuentra en sus estertores: el Eje ha sucumbido a su
deseo imperialista, pero las consecuencias son funestas y tal vez irreparables.
Después el océano se retuerce al paso del buque, que reanuda su viaje de vuelta
a casa. Pero ese tío vive en otra realidad, absorto por no sé qué cosas que
ignoramos. Con todo, su cara es un poema; y nada romántico, por cierto.
Trabajará de temporero en un cultivo del sur, destilando sus licores —a los que
es adicto— venenosos, y luego ejercerá de fotógrafo en unos grandes almacenes
de categoría. Es un perdedor problemático, violento e impredecible, cuya
reacción natural ante el paso de los días es la autodestrucción. Sólo piensa en
follar y beber. Está loco. Es carne de cañón para el maestro de una “parroquia”
llamada La Causa. Han pasado quince o veinte minutos de película, lo suficiente
para saber que estás presenciando un diálogo turbador, a veces hermético,
aunque con numerosos puntos de fuga que dejan entrever las miserias de sus
interlocutores. Un combate psicológico entre dos personajes impagables: este
primero es un falso moribundo que se dejará atraer por el iluminado que ha
prometido destruir el animal que lleva dentro. Porque en eso consiste su
filosofía: en despertarnos del sueño atávico. Ambos retroalimentan un código
aparentemente indescifrable, pero muy entendible para el espectador. No es The Master (2012) esa película plomiza
que algunos cicateros intentarán desmerecer por simple pereza.
Escrito y dirigido por Paul Thomas Anderson,
el relato se circunscribe dentro de una narrativa precisa, total. Su mapa
estético reúne, no sin belleza, los paisajes polvorientos de una tierra sin
abundancia, desprotegida y necesitada de voces —como la del inquisitivo
Lancaster Dood, a quien interpreta Philip Seymour Hoffman— que falseen una
realidad gris, pero implacable. Sobran las presentaciones para un director que
con tan sólo tres (Boogie Nights,
Magnolia y Pozos de ambición) de sus seis largometrajes se ha granjeado la
admiración de un valioso grupo de cinéfilos que perciben en él los mejores
signos. Y es que, posee todas las virtudes de los grandes genios del cine:
clarividencia para situar la cámara, talento narrativo apoyado en una técnica
limpia y flexible, que incentiva el esplendor de las historias. Y personalidad.
Una personalidad que se filtra en cada plano, en cada acción. Nacido en
California hace cuarenta y dos veranos, este talento precoz (debutó con apenas
veintiséis años) es algo más que un mero profesional de la industria. Digamos
que es un humanista que se distingue por no aparentarlo, de esos que escasean
actualmente. Sus proyectos tardan en ver la luz (entre Pozos de Ambición y The Master han pasado cinco años) porque
son buenos, y para que sean buenos tienen que gestarse al ritmo necesario. Es
una obviedad que no cala en determinados obsesos del cronómetro. Sea como sea,
me es imposible apartar la mirada de una historia que escarba en la psique de
un hombre atormentado y un cuentista —dicen que en realidad retrata al fundador
de la Iglesia de la Cienciología, L. Ron Hubbard, pero lo cierto es que poco
importa— atrapado en su particular tela de araña, sobrepasado por su
caricatura: la ridiculez siempre ha sido un rasgo inherente al ser humano.
Ese marinero de melancólicos ojos claros y con
la boca inundada de saliva es Joaquin Phoenix. J.P. Joaq para los amigos. J.P.
Joaquin, rapero y putero a tiempo parcial. Fictia o realmente. Si la locura pudiera
medirse, su magnitud sería el J.P. Hace cuatro años anunció que dejaba el cine
por la música. Se entrevistó con Puff Daddy para intentar que este se
convirtiera en el productor de su primer álbum. Entretanto, se pegó con varias
Paris Hilton en discotecas de dudosa elegancia y cantó a la cámara de su cuñado
Cassey Affleck en I’m Still Here, el falso documental más verdadero (y
subestimado) de la historia reciente. Phoenix habla con desdén de su posible
nominación al Oscar; en la pasada edición de Venecia se levantó en mitad de la
rueda de prensa —ante la incredulidad de los asistentes— y salió a fumar, como
si aquella fiesta no fuera con él, exponiendo veladamente que estaba allí por
exigencias del contrato. Phoenix desprende esa aura de malditismo que suele
asociarse con las estrellas del rock. Se comporta de manera disfuncional,
incluso hostil cuando decide bajar la persiana a modo de barrera. Es un actor
superdotado, el mejor de su generación. No hay analogías posibles: cualquiera
que sea su papel, invita siempre a subir en una montaña rusa que ofrece
experiencias vertiginosas. Conmueve, perturba, genera sensaciones encontradas.
Aquí empatizas con su personaje a sabiendas de que es un enfermo en coma
existencial. Y se enfrenta a esa bestia pálida llamada Philip Seymour Hoffman,
otro genio que juega en una liga superior. Y aun así, el cineasta sobrevive y
traza una obra maestra donde forma y contenido se funden por ósmosis. En el año
del temblor óptico, Anderson se desmarca de la corriente dominante —y aparentemente
moderna— recurriendo a planos estabilizados que respiran, en un montaje que
habla de su afán embellecedor. Sin retórica, ni juicios morales: te deja opinar
e imaginar. Tampoco se olvida del influjo femenino, un aspecto básico para
entender los porqués de algunos hombres cuyas mujeres mecen la cuna desde la
sombra. Amy Adams encarna sólidamente a la esposa del fundador de una secta
que, sospechamos, seguirá en expansión luego de la década de los 50, años en
que se desarrolla esta historia con un poso novelesco que evoca los grandes
libros de la literatura americana del siglo XX. Su luz, sus encuadres y hasta
el ojo de pez —presente en un único plano que deforma el paraje de ensueño— se
convierten, si no en cuadros de la Escuela Ashcan, en manifestaciones
artísticas de primer nivel. ¿Qué es densa y turbia? No sé de qué me hablan. Yo
sólo he contemplado la obra de un clásico que vive en los márgenes de la
modernidad.
Estados Unidos, 2012. Título original: The
Master. Director: Paul Thomas Anderson. Música: Jonny Greenwood. Fotografía:
Mihai Malaimare Jr. Reparto: Joaquin Phoenix, Philip Seymour Hoffman, Amy
Adams, Laura Dern, Kevin J. O'Connor, Rami Malek, Jesse Plemons, Fiona Dourif,
David Warshofsky, Lena Endre.
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