Sabía que el Pujo
tenía que decirme algo importante cuando me esperó hasta la salida del recreo.
En ese entonces estudiábamos sexto grado de primaria en la escuela Luisa Blanco
en San Antonio del Golfo. Como acordamos lo esperé en la calle Las Flores, me
había dicho que a las cuatro de la tarde nos encontráramos allí para para
presentarme a alguien que me daría una información sumamente interesante.
Por aquella época
teníamos diez años y éramos fanáticos de Scooby Doo y Dick Tracy. El Pujo había
sido mi amigo desde el kínder, la maestra nos presentó el día que yo me puse a
llorar porque otro niño tenía mi nombre. Desde entonces fue mi tocayo, hasta
que un grandulón del pueblo lo bautizó como el Pujo.
Ya me fastidiaba la espera cuando atisbé en el
final de la calle a dos figuras escuálidas que se aproximaban. Cuando llegó me
dijo:
—Te presento al
Morro. —Luego agregó orgulloso— Es
karateca.
La verdad es que el Morro no tenía
pinta de karateca. Recuerdo que llevaba puesto un sweter cuello de tortuga, un
short de poliéster y un par de cholas
chinas. Entonces el Pujo continúo diciendo: —Yo estoy practicando karate con
él. Ahorita te hacemos una demostración.
Yo no estaba
interesado en esa calamitosa demostración de dos grillos flacos lanzando
patadas como viejas con reumatismo. Mi interés estaba centrado en la historia
que el Morro iba a contarme, por eso centré a Bruce Lee y Chuck Norris en el tema de nuestro encuentro. Le
dije al Pujo:
—Está bien, más
tarde hacen la demostración de artes marciales; pero, ahora quisiera escuchar
lo que el Morro tiene que contarnos.
El Pujo contestó:
—Bien, pero, el Morro quiere entrar en nuestro grupo. Esa es la condición que
puso.
— ¿Y ya le dijiste
lo que hacemos?
—Más o menos. Él
también es mi amigo y es buena gente.
—Si tú lo dices
está bien; pero, primero que nos cuente la historia y ya veremos si puede ser
miembro del grupo.
El Morro empezó a
hablar, tenía una voz grave que no hacía juego con su enclenque figura.
—Yo estoy en
quinto grado, y papa me metió en un
curso de matemática que están haciendo en la casa del partido, con un maestro
que se llama Chucho Monasterio. Papa dice que el maestro Chucho sabe, porque
menciona mucho a un tal Sócrates. Yo tengo tres semanas en el curso, y el
jueves pasado le di una patada a un chamito del chispero, y el maestro me
castigó. Me dejó solo en el salón, después que despachó, sacando como veinte
cuentas de división de dos y tres cifras. Eran como las cinco de la tarde. El
maestro estaba sentado en su escritorio leyendo una novela de vaqueros;
entonces llegó un hombre bajito, tenía puesto un sombrero de cogollo que le
tapaba los ojos. Llevaba en la mano un libro grande, forrado en un cuero viejo;
y en el otro brazo aguantaba una caja de cartón. Cuando el maestro vio el libro
que le entregaron se quedó paralizado y se le pusieron los ojos grandísimos.
Después empezó a reírse como loco y besaba al libro. Luego lo dejó en el
escritorio y se llevó al hombrecito del brazo para el patio de la casa. Yo no
aguanté la curiosidad y me acerqué al escritorio para ver el libro. El cuero
estaba cuarteado y bastante gastado; en el lomo tenía escrito esto que anoté en
este papel, ya te lo leo: “El libro del secreto de la vida”. Autor:
Theophrastus Bombast von Hohenheim”. Entonces me acerqué escondido al patio de
la casa para escuchar lo que decían. El hombrecito del sombrero señalaba la
caja de cartón y le decía al maestro que ahí meterían a los homúnculos, ese
nombre era muy raro y también lo anoté rapidito. Después de eso me asusté mucho
cuando vi que el maestro se empinaba, su cara se puso más fea todavía, estaba
como loco. Tomó al hombrecito por los hombros y le decía riéndose: “Seremos los
reyes del mambo, descubriremos el elixir de la vida y mandaremos a todos pal
carajo”. Entonces salí corriendo, porque
pensé que me habían visto. Esa noche no pude dormir.
— ¡Vaya! Esa si es
una buena historia. No te equivocaste —le dije al Pujo—. El Morro tiene pasta
de investigador.
—Te lo dije —afirmó el Pujo—. ¡Y también es Karateca!
— ¡Olvídate del
maldito Karate! —grité fastidiado—. Vamos a centrarnos en resolver este
misterioso caso.
—Está bien.
¿Cuando empezamos?
— ¡Ahora mismo!
—le contesté entusiasmado—. Hay que empezar por saber qué libro es ese.
—Vamos a la
biblioteca de la Casa de la Cultura —Recomendó el Pujo.
—Pudiera ser; pero
dudo que allí sepan algo de este libro. El nombre del autor es muy raro. Qué
les parece si mejor le preguntamos a Gonzalito.
Gonzalito era un
tostado y viejo marinero de alta mar que durante las tardes se sentaba a la
orilla de la playa a fumar infinitamente mientras releía sus antiguos y
amarillentos libros. La gente del pueblo decía que había sido un navegante de
los siete mares. Una vez me contó que durante una larga travesía por el índico
hacia las Maldivas descubrió que el jugo de limón curaba el escorbuto y salvó
la vida de toda la tripulación. También me dijo que durante catorce meses
estuvo prisionero del rajá Silapulapu en la isla de Mactán. Cuando lo abordamos
fumaba en su vieja pipa tabaco traído de las plantaciones de Zimbabwe.
— ¡Qué hubo,
Gonzalito! —lo saludamos.
— ¿Qué pasó
muchachos? ¿En qué andan?
—Queremos hacerte
una pregunta.
—Bueno, echa pa
fuera.
Estiré mi brazo y
le entregué el papel donde estaban escritos los datos del misterioso libro que
tenía el maestro Chucho.
—Nos mandaron a
investigar acerca de este libro en la escuela, y la verdad no encontramos nada
—le mentí.
Gonzalito tomó el
papel y arrugó la órbita de los ojos como si ajustara su visión para entender
la pésima caligrafía. Cuando leyó hizo un gesto de sorpresa y luego clavó una
mirada increpadora sobre mí, como si me acusara por haberle mentido.
— ¡Conque de la
escuela, no! Bueno pajaritos, empecemos con la verdad. ¿De dónde sacaron los
datos de este libro?
Al sentirnos
descubiertos fue necesario reajustar el engaño, y el Pujo le dijo
inmediatamente que lo habíamos escuchado en una película que transmitieron el
domingo en cine aventura, del canal ocho, protagonizada por Antoni Quin. Con
ese argumento detallado Gonzalito estaba más satisfecho, entonces procedió a
contarnos:
—Hace ya más de
treinta años desembarcamos en las tierras áridas del sultanato de Omán, en el
mar arábico. Íbamos por un cargamento de dátiles. Allí estuvimos siete días. En
un bazar conocí a un escribano italiano llamado Antonio Pigafetta, me contó que
le había dado la vuelta al mundo en busca de un libro perdido del alquimista
suizo Paracelso, que había sido escrito en lengua castellana y del cual existía
sólo una copia. Ese texto se titulaba: “El libro del secreto de la vida”, y el
autor: Theophrastus Bombast von Hohenheim, que es el verdadero nombre de
Paracelso. Le pregunté a Pigafetta qué importancia tenía ese libro para que
valiera un viaje tan largo en su búsqueda, y me dijo que el libro encerraba el
secreto del elixir de la felicidad; pero que en manos inescrupulosas pudiera
convertirse en la fuente de dominación y perdición del mundo —Después de esa
última frase Gonzalito fumó su tabaco y dejó la mirada fija en el ocaso.
Observé en los
ojos del Pujo y el Morro el mismo entusiasmo que sentí después de escuchar al
viejo marinero. Pero, entonces un remolino de interrogantes surgió: ¿Tendría el
maestro Chucho en su poder el libro perdido de Paracelso? ¿Qué se proponía
hacer con él? ¿Era el maestro Chucho un Alquimista? Todo indicaba que teníamos
una investigación importante por delante. Lo primero era vigilar al maestro,
conocer todos sus movimientos y rutinas, sus amigos, casa, trabajo, ¡todo!
En los días
siguientes descubrimos cosas interesantes acerca de este personaje. Era un
moreno alto con una panza expandida y vasta, siempre vestía de camisa manga
larga, y algunas veces, cuando daba clases, usaba una chaqueta de traje beis
con bolsillos grandes donde guardaba el borrador, la tiza, un libro de Marcial
Lafuente Estefanía, y otra cosa extraña que siempre sacaba de manera sigilosa y
se llevaba a la boca. Cuando salía a la calle era bastante dicharachero y
popular, todo el pueblo lo conocía y lo saludaba, y él no dejaba de hablar de
Sócrates, Platón y Aristóteles, y la gente se admiraba y decían: “¡Chucho si
sabe!”
Sus amigos íntimos
eran peculiares y reservados, siempre hablaban bajito y miraban de soslayo,
recelosos. Su sitio de reunión preferido era la bodega de Efraím Velásquez,
allí pasaban horas y horas, en una esquina apartada a media luz; luego se
retiraban zigzagueantes, cada uno por su lado. El Morro nos dijo que esa forma
de caminar era parte de un ritual, como el de los chinos tibetanos, y que todos
formaban parte de una secta secreta.
Un día vimos al
maestro Chucho, acompañado del hombrecito del sombrero de cogollo, cargando una
olla de presión, tubos de cobre, un reverbero y varios papelones. Se les notaba
contentos camino a la casa donde vivía el maestro. Por alguna razón intuimos
que esos artefactos tenían algo que ver con el libro de Paracelso y el secreto
del elixir de la felicidad. En ese momento decidimos que teníamos que actuar
radicalmente y espiar las extrañas actividades del maestro y sus aliados en el
corazón mismo de su guarida.
Durante una
semana, regularmente nos apostábamos cerca de su casa observando la intensa
actividad de su presunta secta. Entraban y salían con pequeñas piezas de
ferretería, papelones, cajas y otras cosas; se les notaba entusiasmados y
acelerados. Alcanzamos a escuchar cuando uno de ellos dijo:
“—Todo salió bien. Chucho es un Dios”
Cuando el Morro
oyó eso se puso pálido y expresó:
— ¡Lo sabía! ¡El
maestro es el anticristo del que me hablaron en el catecismo!
— ¡Cálmate! No es
para tanto —le dije para tranquilizarlo; sin embargo, yo también estaba
preocupado. Pensaba que quizá en nuestras propias narices se estaba gestando la
próxima y más radical tiranía de toda la historia. Allí decidimos que teníamos
que entrar y ver lo que realmente hacían. Determinamos que esperaríamos que se
calmara el trajín de entradas y salidas, y cuando todos estuvieran adentro más
distraídos, nosotros nos introduciríamos sigilosamente procurando no ser
vistos. El Morro iría adelante, por si alguno se percatara de nuestra presencia
tendríamos la excusa de estar acompañando al alumno del maestro que viene a
consultarle algo.
La casa era
estrecha y oscura y se apreciaba un evidente desaliño y desorden típico de una
prolongada soltería. Desde el patio provenía el rumor de una algarabía
disimulada, reían y murmuraban con manifiesto entusiasmo, esa euforia se
filtraba en el aire mezclada con un fuerte olor a melaza y levadura. Llegamos
hasta la puerta trasera, eran cerca de las seis de la tarde. En el patio,
debajo de una mata de mangos, estaba el grupo reunido alrededor de una fogata,
donde reposaba la olla de presión, conectada a las tuberías de cobre que
llegaban a otra olla, en la que entraba y salía agua por dos tomas, y por otro
pequeño orificio se desprendía pausadamente un líquido incoloro que recogían en
una barrica de madera. El Morro veía boquiabierto la escena y alcanzó a
susurrar:
“— ¡El elixir secreto de la
felicidad!”.
Intempestivamente,
como surgido de la nada, apareció el hombrecito del sombrero de cogollo y tomó
fuertemente al Morro por un brazo mientras gritaba:
— ¡Chucho! ¡Agarré un ratón dentro de
la casa!
El susto nos recorrió el espinazo y
corrimos despavoridos, dejando al Morro capturado.
Pasaron
dos días y no nos habíamos vuelto a ver. Busqué al Pujo para decirle que
teníamos que saber del Morro, entonces fuimos hasta su casa. Cuando llegamos
nos increpó por haberlo abandonado. Esperamos que se calmara y lo interrogamos
sobre lo que había ocurrido luego de su captura.
—A mí no me pasó nada. Enseguida le dije al maestro que lo estaba buscando para que me explicara las divisiones de tres cifras. Me dejaron sentado bajo la mata de mangos y vi todo lo que hacían. En un cuarto de la casa metieron dos barricas. Uno de ellos sacó una caja de cartón con frascos pequeños y los llenó con el elixir, cuando terminó le dijo al maestro que ya los homúnculos estaban listos. Mientras tanto todos tomaban el elixir en una tapara, muchos tragos; y después de un rato empezaron a desfigurarse, a algunos la mandíbula le caía, a otros los ojos le daban vuelta, dos hablaban solos, el del sombrero se dobló en una silla y no se movió más, y el maestro Chucho empezó a bailar como Oscar D' León y se reía a carcajadas. En ese momento yo aproveché y me escapé.
Cuando el Morro terminó de relatar supimos que
ya no se podía hacer nada, El maestro Chucho había logrado destilar el elixir
de la felicidad, y según lo que el escribano Pigafetta le había dicho a
Gonzalito, todos en el pueblo estaríamos expuestos a la dominación y tiranía de
su secta. Pasamos semanas y meses apesadumbrados, con el susto y la amenaza
permanente a cuestas, sin decirle nada a nadie, con la ansiedad de que en
cualquier momento ocurriría el hecho en el que la secta daría el golpe de
gracia y todos quedaríamos convertidos en seres sin voluntad.
Pero el tiempo
pasó y la rutina del pueblo continuó igual, y al cabo de pocos años sucedió lo
inverosímil para nosotros, los miembros de la secta uno a uno empezaron a
sufrir hinchazones, en las mañanas las manos les temblaban, algunos deliraban y
tejían telarañas en el aire, y poco a poco todos se fueron esfumando dejando en
el suelo un hígado petrificado. Sólo el maestro Chucho sobrevivió, pero ya no
daba clases, deambulaba por el pueblo y seguía bailando como Oscar D' León, y
de vez en cuando se acordaba de que sólo sabía que no sabía nada.
1 Comentarios
Buena esa Jack! Siempre inmortalizando pero te inmortalizarè tambièn.
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