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“APOLOGÍA AL SUICIDIO” EN LA FILOSOFÍA DE LA REDENCIÓN DE PHILIP MAINLÄNDER


Philipp Mainländer fue un filósofo alemán que en sus cortos 34 años de vida dejó una voluminosa obra como legado antes de su muerte en 1876, un legado que hasta ahora no había sido debidamente trabajado en nuestra lengua. Se consideró a sí mismo un continuador y crítico de las filosofías de Kant y Schopenhauer, así como también fue un ávido lector de filósofos clásicos y medievales. Viajando entre Italia y Alemania fue aproximándose y asimilando a los grandes de la filosofía, hasta conformar un pensamiento propio que ameritaba ser redactado y puesto en circulación. De este modo, entre profundas ensoñaciones y estados febriles redactó los primeros bosquejos de su obra filosófica, la que póstumamente tomó la forma de dos gruesos volúmenes titulados La filosofía de la redención. Una vez redactada y apenas llegó a sus manos la primera edición de 1876, puso término a su vida ahorcándose, acto con el que culminó por mezclar teoría y praxis, abdicando en pro de la nada, extinguiendo la avidez vital por el no ser, tal como su filosofía pesimista lo expone.

 La obra llegó a publicarse sin mucha popularidad en su tiempo; sin embargo, marcó notablemente a filósofos posteriores, tales como Nietzsche, Caraco y Cioran.

En el primer capítulo, Sobre el origen del universo, Mainländer nos remonta desde la actual multiplicidad inmanente en que nos encontramos los seres humanos hasta nuestro origen en la unidad precósmica, ubicada en un plano trascendente. Ocupándose con un problema recurrente de la filosofía, el origen de todo, la causa primera, el ἀρχή, desarrollándolo de un modo innovador: dicha unidad trascendente –la que es identificada con Dios– ha muerto, y su muerte generó la vida del universo. Su muerte –entendida como un suicidio divino– fue su primera y única obra, la que inicia todo un proceso de devenir hacia el no ser, dentro del cual nos encontramos los seres humanos.

En su segundo capítulo, La ley universal del debilitamiento de las fuerzas, se nos invita a reflexionar sobre las primeras consecuencias derivadas de las premisas expuestas en el capítulo precedente, dando cuenta de cómo ese primer movimiento divino que ha generado nuestro universo ha marcado el curso del cosmos irremediablemente. Toda la vida ha quedado determinada a continuar con la dirección divinamente asignada hasta la aniquilación, mediante el imperar de una ley universal que pone en interconexión a todos los individuos, de modo que cuando uno potencie su fuerza y crezca, otra se debilite sin compensación posible.

A renglón seguido encontramos el tercer capítulo titulado Teleología del exterminio, en el que se nos expone cómo entender desde la filosofía la nada como una causa final, y cómo encontramos que todos los reinos dentro de lo orgánico e inorgánico tienden hacia ese único fin. Puesto que en todos impera una fuerza volitiva ciega e individual –la voluntad de morir, la cual aparentemente se nos puede presentar como voluntad de vivir– se nos invita a reflexionar sobre una cosmovisión según la cual el universo en su totalidad está consagrado al exterminio, pues es un mero punto de tránsito, sin un sello moral particular.

En el cuarto capítulo, Humanidad, civilización y Estado ideal, la obra aterriza al plano humano, el movimiento teleológico desde el ser al no ser, llevándonos a pensar, en un ejercicio hobbesiano, hacia el pasado: el tránsito humano desde un estado de naturaleza hacia la asociación civilizatoria del Estado, un transitar necesario como medio para acelerar de buen modo el debilitamiento y la extinción (p. 84). Posteriormente somos llevados a pensar sobre lo que el futuro le depara a esta forma de asociación humana, figurándonos teleológicamente un Estado ideal, un paraíso en la tierra, para concluir cómo aquellos ciudadanos ideales serían infelices, mostrándonos como la vida en el mejor de sus estados posibles –aunque fuese mejor– sería también miserable y lamentable, puesto que siempre lo ha sido. Se llega a la conclusión de que una vez alcanzado ese Estado ideal, la humanidad estaría madura para la muerte, lista para la redención.

Llegando al quinto capítulo, El santo y el demonio, la antología aterriza la filosofía de Mainländer al plano individual, a la situación de un sujeto particular frente al curso del mundo hacia la nada, que puede tomar la forma del sabio, del humorista, y de aquel que sin saberlo se ajusta al curso del mundo. Reflexionando respecto al egoísmo natural humano, se aborda cómo es posible la auténtica acción moral que, –polemizando con Kant y Schopenhauer– no provendría del desinterés, sino que estaría guiada por un interés en el principio liberador de la razón, que le garantiza una gran ventaja (p. 98). Se nos expone cómo la razón puede proporcionar un conocimiento tal que pueda enardecer la voluntad, transformándola y guiándola a cometer la auténtica acción moral que va en pos del curso del mundo, para finalmente alcanzar la paz del corazón al tener asegurada la redención, es decir, la aniquilación total de la propia voluntad. Se llama la atención también sobre la figura del humorista, quien se encuentra a medio camino de este proceso, y es el más propenso a experimentar la conversión que haga de él un sabio.

En su sexto capítulo, titulado Libertad y necesidad, Mainländer se enfrenta a un tradicional problema de la filosofía, la dicotomía entre la autonomía de un sujeto libre y la total necesidad de cada acción. Analizando los argumentos en favor y en contra de cada opción, como mutuamente excluyentes, solo puede llegarse a una imposible validez de ambas posturas. Dando un paso más allá se ofrece una respuesta a este enigma, con el recurso a la división entre el plano trascendente extinto (donde existió la total libertad) y el inmanente presente (donde existe la total necesidad). Así se logran conciliar ambas posturas confluyendo en la semiautonomía del individuo, noción que recoge y complementa diversos elementos tomados del panteísmo, el budismo y el platonismo.

En el séptimo capítulo, Apología del suicido, se nos muestra cómo la razón que haya alcanzado el conocimiento filosófico, contenido en la Filosofía de la redención, ya no le temerá a la muerte, sino que la amará, y, consecuentemente, abolirá las tradicionales condenas morales sobre el suicidio, sin necesariamente exhortar a cometerlo. Retomando e interpretando ciertos elementos del budismo y del cristianismo se despliega una apología de este acto capital en algunas circunstancias.


Finalmente, en el octavo capítulo, titulado Perspectivas hacia el vacío, poniendo la vista en el futuro se pone el punto final de la obra. Adelantando un futuro deterioro de la religiosidad en general, se presenta el puesto vacante para ser llenado por la filosofía, puesto que solo podrá ser ocupado por aquella que proporcione un elemento redentor, un consuelo accesible a las personas: la Filosofía de la redención. Precisamente, en la muerte absoluta, en el nihil negativum, se encuentra efectivamente la tan ansiada redención que las religiones solo pudieron prometer, la consumación del devenir divino en la nada. De este modo se justifica un ateísmo particular que reconoce el presente como un mero devenir desde un origen de un Dios muerto hacia la nada total, sin condenar por ello a la religiosidad.

 

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