Llamamos civilización a ese espejo brillante donde las sociedades se miran con orgullo, presumiendo de haber dejado atrás el salvajismo. En su definición más técnica, es la forma compleja de organización social que nace con las ciudades, las leyes, los templos, las máquinas y los tratados. Pero ¿es eso lo que nos hace humanos? ¿O es apenas un ropaje de orden sobre la persistente pulsión del dominio?
Desde las fértiles tierras de Mesopotamia hasta los circuitos invisibles de la globalización actual, la civilización ha querido significar avance. Y sin embargo, en su sombra se esconden los crímenes más atroces: guerras sin fin, genocidios meticulosos, esclavitudes justificadas por la palabra escrita. Porque en cada paso hacia lo alto, hemos sepultado a alguien en la base.
Las primeras civilizaciones no nacieron del espíritu, sino del barro: del barro moldeado por el Nilo, el Tigris y el Éufrates, el Indo, el Yangtsé. Allí, la agricultura sedentaria nos dio el tiempo y la organización para imaginar lo inmenso: pirámides, alfabetos, códigos. Egipto dictó leyes bajo el ojo del Sol, Babilonia escribió justicia en piedra, China trazó imperios con pinceladas de seda, y Mesoamérica alzó templos para hablar con los astros.
Pero también nacieron con látigos, cadenas y espadas. Las grandes civilizaciones florecieron sobre espaldas quebradas: pueblos sometidos, esclavos olvidados, mujeres sin voz. La grandeza arquitectónica fue posible porque otros murieron sin dejar huella.
Roma, heredera orgullosa de esa lógica, se creyó misión civilizadora frente a los bárbaros. Más tarde, Europa, vestida con la sotana del darwinismo social, exportó esta idea por la pólvora y la cruz: África, Asia y América debían ser civilizadas aunque fuera a cañonazos. Y lo fueron. O eso dijeron los vencedores.
La Ilustración nos regaló palabras nobles: libertad, igualdad, fraternidad. Y más tarde, en 1948, después del infierno de Auschwitz y las ruinas humeantes de dos guerras mundiales, los pueblos firmaron una Declaración Universal de los Derechos Humanos. Parecía que la civilización, por fin, se unía con la ética. Pero fue un espejismo. Porque mientras la ciencia nos llevaba a la Luna, en la Tierra se abrían más fosas comunes. Mientras el bisturí salvaba vidas, los gobiernos perfeccionaban formas de exterminio.
El siglo XX , el más civilizado tecnológicamente, fue también el más sangriento:
Dos guerras mundiales con millones de cadáveres sin lápida. El Holocausto, donde la burocracia se volvió verdugo. El genocidio en Camboya, la matanza de Tutsis en Ruanda, las limpiezas étnicas en los Balcanes.
Y en medio de la Revolución Industrial, mientras se hablaba de progreso, se explotaban niños, se despojaban territorios y se amasaba riqueza sobre la miseria de colonias enteras.
La paradoja es brutal: la civilización no erradicó la barbarie; la refinó. La convirtió en sistema, en institución, en algoritmo.
Hoy, mientras se celebra la inteligencia artificial y la cumbre climática, Gaza arde. Y no arde por accidente: arde por decisión política, por cálculo militar, por deshumanización legitimada. Miles de civiles palestinos —mujeres, ancianos, niños— han sido asesinados bajo el fuego israelí. Las bombas caen con precisión quirúrgica sobre hospitales, panaderías, escuelas. Y la civilización occidental observa… y financia. Porque detrás del horror hay nombres:
Estados Unidos y Europa que condenan (con razón) la invasión rusa a Ucrania, pero guardan silencio —o aplauden— cuando el invasor es Israel.
Gobiernos que dicen defender los derechos humanos, pero patrocinan el apartheid. Medios que se llenan de eufemismos: “daños colaterales”, “terrorismo”, “defensa legítima”… para no decir niño asesinado, pueblo desplazado, genocidio en curso.
La ONU ha advertido que en Gaza se configura un crimen de lesa humanidad. Pero el silencio se impone, no porque no se sepa, sino porque no duele lo suficiente. Gaza es la prueba definitiva de que la civilización, tal como la entendemos, ha claudicado.
Entonces, ¿es la civilización un fracaso? No. El fracaso no es la civilización, sino la arrogancia de confundirla con humanidad.
El progreso no puede medirse en satélites, sino en abrazos que no se rompen. La tecnología no puede redimirnos si no nos enseñamos primero a mirar el rostro del otro. Y ningún edificio, por más alto que sea, vale más que una vida tendida en la calle.
La verdadera civilización no será la que edifique imperios, sino la que repare el alma herida del mundo.
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