Era un hombre sin
edad definible, reclinado de un árbol. Su rostro traslucía un sueño
profundísimo, como milenario. El sofocante calor del bajo Apure no afectaba al
durmiente, al igual que no lo hicieron los torrenciales aguaceros del invierno
ni los zancudos que se criaban en las aguas estancadas del bosque. El niño se
le acercó y comprobó que respiraba con tranquilidad, dibujando una faz apacible
como la mañana llanera. Vestía una camisa ancha, gastada y sucia, de colores
bizarros, un pantalón antiguo de algodón que cubría un poco más abajo de la
pantorrilla, dejando ver sus pies descalzos y entre sus manos sostenía un
polvoriento sombrero tejido con hojas de palmera. Estuvo tres horas
contemplándolo mientras se hacía las mismas preguntas de todos los días: ¿Quién
será este hombre anónimo? ¿Por qué nunca despierta? ¿Qué estará soñando?
Corría el año
1998, un tiempo atrás, el niño lo encontró por primera vez dormido bajo el
enorme samán que custodiaba las riberas del río Matiyure. Nadie más lo sabía,
nadie más lo veía. Era el secreto del pequeño, quien a diario se internaba en
el bosque que rodeaba al río para contemplar al eterno llanero dormido.
El niño regresó al
pueblo. En la calle Bolívar de Achaguas se detuvo ante un pescadero rudo y
tostado como los antiguos centauros que cabalgaron con José Antonio.
—Tengo cachama y
coporo, muchacho —dijo el pescadero.
—Yo lo he visto en
algún lado, pero no recuerdo dónde —fueron las palabras del niño.
Luego continuó su
camino sin despedirse del pescadero, quien enseguida gritó: — ¡Tengo cachama y
coporo!
La voz del mestizo
se evaporó en el sopor de la calle ancha, mientras el pequeño andaba cavilante
hacia las afueras del pueblo para encontrarse con la llanura desnuda.
El extenso llano
parecía un mar verde que acariciaba al cielo. El niño caminó entre la hierba,
sumergido en sus pensamientos sobre el hombre durmiente y anónimo. Permaneció
dubitativo en medio de la sabana infinita hasta que un chigüire se cruzó en su
camino, y se preguntó: ¿De dónde salió este animal? ¿De dónde salí yo que
ahora me encuentro con él?
Entonces recordó
al pescadero que nunca cambiaba de sitio, a los verduleros y fruteros sofocados
por el sol, y a toda la gente que caminaba por las calles de Achaguas desde las
correrías decimonónicas del General José Antonio Páez hasta los días presentes.
Recordó los rostros distintos que centenariamente encontraba después de visitar
al eterno durmiente del Matiyure. Los mestizos, los lusitanos, las casas
viejas, las calles largas, el llano y los animales, todo parecía tan igual.
Presentía a cada día como una ilusión repetida, una película circular del
tiempo cuyos protagonistas eran el pescadero, el verdulero, el frutero, el
devoto del Nazareno. Todos eran uno solo, al igual que él, quién a diario veía
su vida como el agua evaporada del Matiyure que se condensaba en el cielo
llanero y regresaba como lluvia a su origen atravesando esteros y fundos.
El niño quedó atrapado en el verdor de
la sabana infinita, mientras que la brisa de pastos y tierra húmeda empezaron a
disipar su pequeño cuerpo, hasta el día siguiente cuando el eterno llanero
dormido del Matiyure vuelva a soñarlo más viejo, a él, a las calles, a las
casas y a la gente, como antes soñó la libertad de su tierra, y lo coloque en
medio de un llano utópico con chigüires y alcaravanes.
Daniel Lanza
2 Comentarios
Me parece una expresión hermosa del realismo mágico GarciaMarquiano. Me llamo Carlos Andrés Mayaudon, y de Achaguas también soy yo.
ResponderBorrarGusto en saludarte, Carlos. En el año 1998, cuando visité Achaguas, la magia llanera de ese pueblo me cautivó.
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