Daniel Lanza
En la historia reciente de Estados Unidos, pocas
consignas han resonado con la fuerza simbólica —y la ambigüedad peligrosa— de “Make America Great Again”. No se trata
sólo de un eslogan de campaña, sino de una evocación: ¿Cuál América debe
volver? ¿La América de la esclavitud? ¿La de la segregación? ¿La de los campos
internamiento? MAGA es más que una consigna: es un ritual de restauración
racial que moviliza afectos, nostalgias y miedos profundos. Su poder no radica
en su pura brutalidad, sino en su capacidad de reconectar con las matrices fundacionales del supremacismo estadounidense,
articulando discursos, políticas y emociones colectivas que, aunque niegan el
racismo, lo reproducen con precisión quirúrgica.
El racismo no es simplemente un prejuicio: es una
tecnología de poder, un sistema que distribuye el valor de la vida según el
origen, la piel o la lengua. En su dimensión sistémica, opera a través de
leyes, instituciones y discursos que naturalizan
la desigualdad. El racismo discursivo, por su parte, moldea la
percepción colectiva: convierte a grupos humanos en amenazas, a culturas
enteras en estigmas.
Estados Unidos ha sido un laboratorio brutal de
este fenómeno: de la esclavitud a las leyes Jim Crow, del redlining al sistema
carcelario racializado, de la “guerra contra las drogas” a los “dog whistles” de la política moderna.
Desde Nixon, pasando por Reagan y Bush, hasta llegar a Trump, el discurso
racial ha estado presente, aunque mutando de forma: del grito abierto a la metáfora
encubierta, del insulto al algoritmo.
MAGA no crea el racismo, pero lo organiza y reactiva en tres frentes.
El primero es el discurso: el lenguaje construye enemigos simbólicos
—migrantes, musulmanes, latinos— y presenta su exclusión como legítima defensa.
El segundo es la política: desde la cancelación de DACA hasta la separación de
familias en la frontera, las decisiones de Estado reproducen jerarquías
raciales. El tercero es el afecto violento: el movimiento habilita emociones
que se traducen en ataques, amenazas, discursos de odio.
Incluso dentro del Partido Republicano, los líderes
no blancos (legisladores cubanos) son tolerados solo si reproducen el catecismo MAGA. La diferencia no
es el color, sino la fidelidad al relato racializado de nación. Todo se
convierte en ritual de pertenencias.
La historia del movimiento MAGA no puede narrarse
sin sus palabras inaugurales. Veamos casos concretos del racismo en este
movimiento. El 16 de junio de 2015,
al anunciar su candidatura, Donald Trump
afirmó:
“Cuando México envía a su gente, no están enviando
lo mejor... Están trayendo drogas. Están trayendo crimen. Son violadores”.
En esa declaración se condensa una estrategia: convertir al migrante latino en símbolo del
caos, ya sí mismo en defensor del orden. La criminalización colectiva
fue presentación como verdad evidente, abonando el terreno para políticas y
discursos que seguirían ese patrón.
En enero de
2018, Trump volvió a dar una muestra de su visión racializada del mundo:
“¿Por qué tenemos a toda esta
gente de países de mierda viniendo aquí?”
(Correo de Washington, 2018)
La frase, dirigida a naciones africanas, Haití y El
Salvador, no sólo revela desprecio, sino una visión geopolítica jerárquica
donde lo blanco-europeo es civilización y lo negro-latino es deseo. A esto se
suma la difusión de la teoría de la “gran sustitución”, amplificada por
figuras como Tucker Carlson, quien acusó a las élites demócratas de
querer reemplazar a los “verdaderos americanos” con migrantes obedientes:
“Esta es una estrategia
deliberada de reemplazo demográfico”
(Fox News, abril de 2021)
Estas declaraciones tienen consecuencias: no sólo
moldean la opinión pública, sino que legitiman
afectos de odio, promueven la segregación simbólica y refuerzan un
nacionalismo etnorracial.
Las palabras de odio se convirtieron rápidamente en
leyes y decretos. Una de las más
brutales fue la política de “tolerancia
cero” en la frontera sur, implementada por el fiscal general Jeff
Sessions en 2018. Esta política condujo a la separación forzosa de más de 5.500 niños migrantes de sus
familias, muchos de los cuales quedaron irremediablemente
huérfanos institucionales, víctimas de un sistema que los trató como
amenazas.
Además, el primer gobierno de Trump intentó cancelar DACA (Acción Diferida para los Llegados en la
Infancia), afectando a casi 700.000
jóvenes indocumentados, conocidos como “Dreamers”, y puso fin al TPS (Estatus de Protección Temporal)
para ciudadanos de Haití, Nicaragua y El Salvador. En su segundo gobierno ha impulsado acciones que incluyen deportaciones masivas a cárceles como el CECOT en el Salvador; a pesar de la resistencia de algunos jueces federales. Esta ofensiva
legislativa responden no a urgencias legales, sino a una visión racializada de quién merece permanecer
en suelo estadounidense.
En 2017, se firmó la Orden Ejecutiva 13769,
conocida como el “Muslim Ban”, que restringió el ingreso de ciudadanos
de siete países de mayoría musulmana. Aunque disfrazada como medida de
seguridad, fue una acción abiertamente islamofóbica. Según Human Rights Watch y
la ACLU, esta orden afectó a más de
90.000 personas entre enero y abril de ese año, separando familias y
negando asilos por motivos puramente religiosos.
La plataforma MAGA también opera en el ecosistema
digital, donde figuras como Laura Loomer (activista de extrema derecha y
excandidata republicana) han atacado a congresistas latinos y musulmanes,
calificándolos de “traidores” y “enemigos internos”. En su cuenta de Twitter/X,
declaró en 2020 que “los inmigrantes deben ser repelidos con fuerza militar”.
Su retórica no es marginal: es retuiteada
y amplificada por cuentas asociadas al trumpismo radical.
Por su parte, Steve Bannon, exestratega de
Trump y figura clave del nacionalismo blanco, ha sostenido en múltiples
entrevistas (como en su podcast War Room ) que Estados Unidos enfrenta
una “guerra cultural” contra la diversidad, el multiculturalismo y la
globalización. Para Bannon, la política es un campo de batalla donde debe
triunfar la “civilización occidental” entendida como blanca, cristiana y
patriarcal.
Los discursos y leyes no operan en el vacío. En
MAGA, la violencia no es una
consecuencia indeseada, sino una traducción literal del miedo racial sembrado
desde el poder.
- Charlottesville (2017): En la manifestación “Unite
the Right”, cientos de
supremacistas blancos marcharon con antorchas gritando “No nos
reemplazaréis”. La violencia culminó con el asesinato de Heather Heyer, atropellada por un
manifestante neonazi. Trump, lejos de condenar el acto, declaró que había
“gente muy buena en ambos lados”, validando moralmente a los agresores.
- El Paso, Texas (2019): Un joven blanco ingresó a
un Walmart con un rifle semiautomático y asesinó a 23 personas, en su mayoría latinas. En su manifiesto, citaba
directamente el lenguaje de “invasión” utilizado por Trump y Carlson. El
crimen fue una performance del
odio racial, articulada desde una narrativa conspirativa que había
sido legitimada desde la cúspide del poder.
El movimiento MAGA no se presenta como
supremacista, pero actúa como un sistema de legitimación racial. Sus discursos
no son meros errores retóricos: son mantras
de exclusión que se convierten en políticas, que se convierten en muros,
que se convierten en cuerpos ensangrentados. MAGA ha reactivado las pulsiones
más primitivas de la nación: el miedo al otro, la fantasía de pureza, la
violencia como redención.
La pregunta que queda no es si Trump o sus
seguidores son racistas, sino si una
nación puede sobrevivir moralmente cuando normaliza la exclusión como
patriotismo. La historia no se repite, pero sí rima. Y hoy, Estados
Unidos rima peligrosamente con sus momentos más oscuros. La memoria, si quiere
ser semilla y no lápida, deberá nutrirse no sólo del recuerdo, sino de la
capacidad de desobedecer los relatos que excluyen y castigan. La lucha no es
contra un hombre, sino contra una idea de nación que niega su propia
pluralidad.
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