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¿CÓMO SE CALCULÓ LA EDAD DE LA TIERRA?

 

El problema de la edad de la Tierra y, subsidiariamente, el de las diferentes etapas en que ésta se ha desarrollado, ha preocupado a numerosos geólogos. En poco más de un siglo se han propuesto diferentes métodos para resolver el enigma.


Los primeros métodos

En los últimos años del siglo XIX lord Kelvin intentó averiguarla sobre la base del tiempo requerido para que terminara el enfriamiento de la Tierra y calculó que este tiempo equivalía a unos 40 millones de años.

Pero los progresos de la teoría evolucionista dieron al traste con esta teoría, ya que no parecía lógico que la lentísima evolución de las especies hubiera podido desarrollarse en tan «corto» espacio de tiempo. Posteriormente, otros científicos G. H. Darwin y Pickering— pretendieron llegar a una conclusión fundamentándose en el ritmo de separación de la Luna con respecto a la Tierra. El resultado fue asignarle una antigüedad de 57 millones de años, que tampoco satisfizo a los partidarios del evolucionismo.

Otros geólogos trataron de solucionar la cuestión con el estudio del grosor de las rocas sedimentarias. Con este procedimiento se llegó a resultados que oscilaban entre los 25 y los 100 millones de años. A la vista de estos resultados contradictorios y escasamente satisfactorios, se comenzó, ya entrado el siglo XX, a buscar procedimientos de cronologización limitada a etapas fragmentarias de la historia de la Tierra, comenzando, como es natural, por las más próximas.

Un norteamericano —Douglas— tuvo la idea de estudiar los anillos anuales de crecimiento de los árboles que viven en regiones con cambios estacionales regulares de clima. Aunque el espesor de estos anillos no es uniforme, siendo tanto más anchos cuanto más antiguos, por su recuento podía averiguarse la vida del árbol, e incluso por su grosor podía deducirse el clima del año correspondiente, porque eran más anchos los que se habían formado en años húmedos, y más estrechos en los años de sequía. El estudio resultaba especialmente interesante en los árboles milenarios, como las gigantescas sequoias californianas, en las que se llegó a medir casi 3250 años de antigüedad.

 


Claro es que esta distancia de tiempo apenas bastaba para comprobar hechos ya totalmente históricos en Europa, Asia y norte de África; pero en América proporcionaba elementos cronológicos muy útiles. Al estudiar la madera utilizada por los amerindios en sus construcciones se llegó a precisar la cronología de poblados indios construidos con mucha anterioridad a la llegada de los europeos a América. Los resultados de este método, aunque modestos, ya que no abarcan más de 3000 años de antigüedad, se mostraron seguros. Al procedimiento de medir los años por los anillos de los árboles se le denomina dendrocronología.

 Esta señalización cronológica quedó aumentada con el método llamado de estratos de arcilla, ideado por el profesor sueco Gerard de Geer. Consiste tal procedimiento en contar las sucesivas capas de arena y arcilla transportadas por un glaciar y depositadas sobre el fondo de un lago, de una bahía o incluso de un río tranquilo. Estas capas reciben en idioma sueco el nombre de varves, que se ha internacionalizado en geología. Mediante este método se ha llegado a fijar la cronología de unos 15 000 años atrás, es decir, hasta el Paleolítico europeo.

 

Mucha más importancia ha tenido el procedimiento ideado por el norteamericano William F. Libby, que se basa en el análisis del carbono-14, un isótopo del carbono normal o 12. En esencia consiste en determinar la cantidad de 14C que contiene un resto orgánico cualquiera por medio del contador Geiger y diversos procedimientos de análisis. Con este método, llamado también de radiocarbono, se puede llegar a determinar la edad de un resto orgánico que tenga menos de 50 000 años de antigüedad. La técnica, sumariamente explicada, consiste en lo siguiente: se toma una muestra de madera, carbón vegetal o cualquier otra materia orgánica, y se quema hasta formar anhídrido carbónico. Este gas se absorbe en agua de cal precipitándose en carbonato cálcico que se disuelve en ácido volviendo a liberarse el dióxido de carbono. Purificado ya este gas, se reduce a carbono puro quemando magnesio. Y el hollín que resulta de esta combustión se extiende sobre las paredes de un cilindro colocado en el centro de un contador Geiger. Las radiaciones detectadas por este contador se registran automáticamente y se puede saber la proporción de 14C que contiene.

Ahora bien, el carbono-14 es un isótopo del carbono ordinario (peso atómico 12) que forma parte de la atmósfera en una concentración bajísima (una millonésima de gramo por cada gramo de carbono-12). Como los vegetales forman su materia orgánica por fotosíntesis y utilizando anhídrido de carbono atmosférico, la proporción de carbono-14 en ellos existente es la misma que la de la atmósfera. Y como los animales, ya sean herbívoros o carnívoros (porque estos en definitiva obtienen su sustancia corporal del reino vegetal) se nutren de vegetales, puede suponerse que la proporción en ellos existente de carbono-14 es la misma que la de la atmósfera.

Cuando el organismo viviente muere, deja de aumentar su contenido en radiocarbono, y el existente en él comienza a desintegrarse. A 5700 años sólo queda la mitad; a 11 400 años una cuarta parte. Y así sucesivamente. Por lo que resulta fácil, por el procedimiento antes explicado, fijar el tiempo en que murió un ser vivo sometido a este método.

 


 Sin embargo, como puede apreciarse enseguida, la antigüedad máxima no rebasa los 50 000 o 60 000 años, y por lo tanto no alcanza sino a una época relativamente reciente del Pleistoceno.

 Se han empleado otros procedimientos para fijar la cronología de la historia de la Tierra; unos de base paleontológica, como el estudio de la evolución de la fauna crustácea durante el Terciario, o el estudio de la geología de los caballos durante el mismo período, pero los resultados, aunque no insatisfactorio, solo dan cifras relativas.

 Las observaciones de carácter estrictamente geológico, tales como las relativas a la meteorización, erosión y denudación, regresión del hielo, transgresión marina, sedimentación geosinclinal, movimientos isostáticos, plegamientos y elevación de cordilleras, desplazamientos continentales, proporcionaron solamente datos fragmentarios.


Los métodos de radiactividad

 Mientras se probaba esta variada gama de métodos para establecer la cronología de la historia de la Tierra, una ciencia ajena a la geología, la física, proporcionaba un nuevo y formidable instrumento que había de permitir una fijación absoluta más precisa. Se trata de la radiactividad, extraordinario fenómeno, una derivación que ha quedado ya explicada en el método del carbono-14.

El sistema se basa en una serie de descubrimientos estrechamente relacionados entre sí y que arrancan del realizado por Rontgen, en 1895, con los llamados rayos X. Este descubrimiento alcanzó un nuevo aspecto cuando al año siguiente Becquerel observó que los compuestos de un metal pesado como el uranio, ya conocido en forma de óxido desde 1789, producía los mismos efectos que los rayos X sobre las placas fotográficas. En 1898, Madame Curie conseguía aislar de una tonelada de pechblenda una débil cantidad de un nuevo elemento que se llamó radio. A comienzos del siglo actual, Rutherford y Geiger ideaban un método eléctrico para contar las partículas registradas con el movimiento de una aguja: el «contador Geiger».

Los estudios sobre los minerales radiactivos continuaron progresando, y se llegó a averiguar que una característica constante de ellos consistía en ir perdiendo su energía radiactiva, y además en que está pérdida se realizaba a un ritmo fijo. Al final de la pérdida total de energía, el mineral se convertía en plomo.

Así, el uranio-238 (número éste que expresa el peso atómico del mineral), a medida que se desprenden átomos de helio se transforma primero en ionio, más tarde en radio y finalmente en plomo. Cada átomo de helio que se desprende del uranio le hace perder 4 unidades en su peso atómico, ya que el del helio es 4. Tras la pérdida de 8 átomos de helio, el uranio-238 se ha convertido en uranio-plomo-206.

De un modo análogo, el uranio-235, conocido también con el nombre de actinio-uranio, tras la emisión de 7 átomos de helio queda fijado en el actinio-plomo, de peso atómico 207. Y el torio, cuyo peso atómico es 232, tras haberse desintegrado desprendiendo 6 átomos de helio queda transformado en torio-plomo, de peso atómico 208.

 


El plomo comercial ordinario ha resultado ser una mezcla de las tres variantes citadas, con un peso atómico de 207, 21.

 Ahora bien, partiendo de estos hechos físico-químicos, del conocimiento del período de desintegración atómica, y de la medición de los restos radiactivos, es posible conocer la antigüedad de determinadas rocas preferentemente las ígneas de origen magmático, como los basaltos o los granitos. El uranio-238 pierde la mitad de su radiactividad en un período de 4360 millones de años. El paso del uranio al ionio, tras la pérdida de un átomo de helio, dura 170 000 años. Del ionio al radio (peso atómico 226) se pasan 83 000 años. Y del radio a la emanación del radio (222), 1590 años. A partir de este momento la desintegración es rapidísima hasta convertirse en uranio-plomo-206 (poco más de 22 años).

El cómputo del tiempo sobre el mineral de plomo de origen uránico ha dado por consiguiente cifras que pueden remontarse incluso al origen mismo de la Tierra.

 Concordante con este procedimiento cronologizador existe el del helio, aunque este presenta mayores dificultades al tratarse de un gas. Pero los estudios comparativos de los resultados obtenidos con ambos procedimientos han permitido comprobar su excelencia.

 

Edad de la Tierra

 Para determinar la edad máxima de la Tierra se supone que todo el plomo radiogénico ha sido engendrado del uranio-235 desde el origen de nuestro planeta. Dicho elemento representa el término medio entre el plomo resultante de la desintegración del uranio-238 y el del torio-232. La constitución media de todo el plomo radiogénico conocido corresponde al peso atómico 207 y de él existen 20 millonésimas en las rocas graníticas, que a su vez contiene un promedio de 35 millonésimas de uranio. Aplicando lo anteriormente expuesto, resulta que el tiempo necesario para la formación de todo el plomo-207 es de 4389 millones de años. El geólogo Holmes, empleando los análisis de Niers, realizados con unos 20 plomos diversos, procedentes de yacimientos de antigüedad conocida, ha obtenido resultados que conducen a estimar para la Tierra una edad de 4500 millones de años, que, como puede verse, concuerda con la anterior.

Este orden de tiempo está confirmado por otras consideraciones. Por una parte, dicha edad debe ser superior a la de los más antiguos minerales uraníferos conocidos, que corresponden a unos 3000 millones de años. Y por otra parte, la proporción media del plomo, especialmente del isótopo 207, existente en las rocas graníticas, es demasiado débil con relación a la cantidad de uranio en estas mismas rocas para que se pueda suponer una edad superior a 5000 millones de años.

El mismo geólogo antes mencionado realizó otros cálculos que no proporcionan la edad de un mineral determinado, sino que tienden a conocer el conjunto del tiempo transcurrido desde la formación de la corteza terrestre. La fecha que trató de encontrar en este caso está fundada en la diferenciación entre una corteza ácida, siálica, en la que se acumuló el uranio, y la que existía después de su transformación en plomo. Según Holmes, esto debió producirse en las primeras fases del enfriamiento de la Tierra. Pero la fecha no puede corresponder al origen mismo de nuestro globo, como pretendió dicho geólogo.

Según Vinogradov, ilustre investigador ruso que durante los años 1951-1952 comprobó los diversos datos existentes sobre el particular, es imposible establecer la edad total de la Tierra fundándose únicamente en el estudio del plomo procedente del uranio. Y aunque los resultados obtenidos sean bastante exactos, es indudable que nuestro planeta existía desde mucho tiempo antes de la formación de su corteza, la cual tuvo lugar en tiempos muy posteriores. Por consiguiente, los métodos radiactivos únicamente pueden determinar cuántos años han transcurrido desde que los elementos químicos de la Tierra se encontraron en tales condiciones que impidieron la formación de nuevos átomos radiactivos en sustitución de los desintegrados. Esta posibilidad reviste extraordinaria importancia, pues la formación de la corteza terrestre se produjo mucho antes de la aparición en nuestro planeta de la primera célula viva.

En la actualidad, a través de la datación basada en el decaimiento del hafnio-182 en tungsteno-182, se estima la edad de la Tierra en unos 4543.9 millones de años. Este cálculo fue realizado por John Rudge y colaboradores, del Departamento de Ciencias de la Tierra de la Universidad de Cambridge, en 2010. 

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